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A guide to lunchtime/plane/subway talks.

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Decidí ponerme al corriente con los filmes que tenía planeado ver.  Algunos me han dejado interesantes ideas, otros eran derivativos, o la idea principal era muy convencional, cliché…

He sentido una necesidad enorme de comunicar todas y cada una de las cosas que atraviesan por mi mente a alguien. Lo agitado de la rutina, naturalmente me lo prohíbe, y es poco lo que puedo compartir al mediodía cuando salgo a tomar café con Mariola y Guillame, o cuando me encuentro con Lorena. Cada cual tiene sus propias cavilaciones y cosas que contar, los temas de conversación divergen tanto… De manera que al irme a dormir en la noche mi mente divaga por esos laberintos en donde mis ideas están agolpadas, estranguladas contra la delgada abertura que da al mundo exterior esperando su turno para salir. Ese choque de mis ideas contra las paredes del cráneo me produce una gran ansiedad. Pero creo que todos sufrimos de lo mismo, al fin y al cabo todos somos unos incomprendidos.

Pienso que pueden haber al menos dos soluciones preliminares, tal vez no válidas para todos, pero que para mi serían muy útiles.

La primera consiste en amasar tanto conocimiento sobre filosofía como sea posible. Esto para ir descartando las ideas inútiles y cuando llegue el momento de vayamos en un taxi, en el avión, o en el metro y  entablemos conversación con alguien que seguramente no volvamos a ver jamás podamos gentilmente compartir nuestras cavilaciones previamente procesadas por los filtros de la filosofía básica sin que nuestro interlocutor empiece a sospechar de nuestro desequilibrio. Cabe destacar que estas personas tienen por lo general rutinas tan absurdas como las nuestras y lo normal es que tengan muy poco tiempo para discutir sobre las claras evidencias de la proliferación del neoliberalismo en su país de origen.  Hay que ser breve y no esperanzarse a recibir una respuesta acorde. Es importante empezar por inspeccionar el territorio, ver qué tan interesado puede estar el otro en hablar sobre la peste que es el nacionalismo o lo derivativo que puede llegar a ser Coelho si se lo lee detenidamente.  Lo mismo con los individuos cercanos, novias y parientes, es posible que no todos estén de humor para escuchar nuestra opinión sobre lo artístico que puede llegar a ser el porno y lo tachen a uno enseguida de pervertido. Y demás estar decir que todo lo anterior es necesario hacerlo respetando las reglas de convivencia.

Pero compartir nuestras ideas de ésa manera puede ser contraproducente. Y la segunda solución trata de resolver precisamente eso: escribir tanto como se pueda y colgarlo en internet. En algún momento en algún lugar alguien lo leerá, y si es verdaderamente importante dejarán un comentario.


Become the chauffeur…

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Recuerdo que al haberme graduado de la carrera en la que pasé casi nueve años (por aquella interesantísima tesis en la que pasé casi tres…) mi mujer me preguntó que cómo me sentía. Yo le fui franco y le dije que para mí no era gran cosa, que sentía que todo era un protocolo, una obligación última de regirse por las directrices cuestionables de los directivos de la institución. Según recuerdo había graduandos que planeaban llevar sus hígados al límite; algunos habían llevado incluso toda una comparsa que haría un escándalo a la hora de subir al podio y recibir el certificado aquel. Otros se dedicaban a hacer toda clase de bromas, como tratando de emular por última vez lo que habían sido sus años en la institución.  Yo sólo quería salir de ahí y comer, tenía una grandísima hambre puesto que aquel día tuve que salir de la oficina como alma que lleva el diablo para evitar el tráfico y llegar a tiempo. Además me molestó en gran manera la invocación religiosa.

Algo similar sucedió cuando terminé el bachillerato. No negaré que fui víctima de la nostalgia, y que lo soy aún a veces cuando me reúno con mi amigo Antoine que es muy poeta y traemos siempre a colación en las tertulias nocturnas en su departamento las veces que nos íbamos de juerga siendo aún mozos, rebeldes ante todos y todo lo que pudiera parecernos autoritario.

Ahora que lo pienso siempre he vivido así, sin querer formar parte del malström de sentimientos que involucran los acontecimientos que me acaecen.  Visto de ésta manera mi estrategia de vida no me parecer ser la mejor; tal vez deba empezar a vivir un poco, ser un poco más idiota y comenzar por celebrar trivialidades, los cierres de ciclos, las renuncias, incluso las putas vacaciones de una semana que ni siquiera sé si quería pero tuve que tomar por obligación. Al fin y al cabo esto sólo se vive una vez y no importa.

 

Johann Schwarz

5 de Julio de 2016.


Vacaciones…

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Me sinceraré con ustedes: pienso que una vida sin trabajar es difícil de llevar a cabo en la práctica. Y es que es necesario trabajar a pesar del descontento que dicha actividad pueda causarnos, ya sea porque uno estudió cinco años una licenciatura y haya terminado traduciendo manuscritos en una oficina llena de jefes filipinos despreciables, que no hacen otra cosa que fumar y gritar, pero a uno le gusta el lugar porque viaja a países que de otra forma no hubiera visitado nunca; o porque es preciso dedicarse momentáneamente a cierto oficio (ser agente en un centro de llamadas, bartender, o lo que sea para lo cual se tenga las capacidades y habilidades en el momento) o ya sea porque se está llevando cursos en la universidad, o haya uno tenido un hijo y no haya podido continuar con los estudios, etc. Lo cierto es que trabajos hay muchos y  los grados de satisfacción respecto a los mismos van desde amor a primera vista hasta el odio desenfrenado. Al parecer yo estoy en un punto intermedio.

No deja de llamarme la atención cómo me siento ante la agridulce libertad de tener vacaciones, abrebocas de lo que sería en la práctica el no trabajar. Siento como si me faltara algo, como si el no estar en la oficina dejara un vacío enorme en mi alma (si es que tengo una). Siento algo similar los días en que salgo a la hora justa (digo hora justa en lugar de decir temprano, porque en realidad nadie se va temprano sino a la hora que corresponde) como si tuviera una necesidad biológica de estar sentado en el escritorio traduciendo libros que quizá no se vayan nunca vender.

No sé qué tipo de sentimiento me invade cuando me doy cuenta de que todo puede seguir su curso sin mí. Veo verificado lo que siempre me digo: nadie es indispensable. Uno  construye su vida entorno a la rutina absurda de ir a la oficina y hacer dinero para alguien, pero de la misma manera que uno lo hace hoy, bien podrá hacerlo otra persona mañana.

La verdad es que no he hecho  nada extraordinario en éstas vacaciones. Me levanto tarde, desayuno a deshora. Tan pronto me despierto me ocupo de actualizar los anuncios de los libros que vendo. Estos días han sido particularmente difíciles, nadie quiere comprar los volúmenes que con tanto esmero he conseguido (como si fueran para mí). La mayoría pide bajos precios, pero exige que los libros estén intactos, y que de alguna manera se les garantice que no van a tener problemas con la nueva adquisición, no importa cuán absurdas sean las condiciones bajo las cuales lo lean. Supongo que al final todos, no importa por donde se nos mire somos unos incomprendidos.


La vida corporativa…

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Tenía el alma seca (si es que tengo una) de la dosis diaria de frivolidad del departamento, de los números en rojo en el estimado de ventas, por lo que iba a sesenta kilómetros por hora, como tratando de alargar el camino para no llegar a casa con la psicosis post-oficina; mi mujer no tiene la culpa de de la crisis mundial ni del presupuesto inmenso de la competencia para mercadeo.

En uno de los tantos semáforos, mientras estaba la luz en rojo di una mirada al móvil. Había recibido un mensaje de mi mujer en el que decía que me esperaba en casa, que llegara rápido. Le dije que en quince minutos estaría allí, pero llegué en realidad veinte minutos luego, tenía más demonios que purgar al son de Vivaldi de lo previsto. Abatido por el cansancio fui directo a nuestra recámara y resolví acostarme para estirar la espalda y los pies, pronto me quedaría dormido.

Mi mujer, que estaba en la ducha, salió envuelta en una toalla blanca que le cubría desde poco arriba de las rodillas hasta los senos. El olor del producto que utiliza para el cabello y la idea de sus hebras mojadas me despertaron con la efectividad de tres expresos y un trago de whisky. Se dirigió al gabinete contiguo en donde está la lámpara de noche, la única encendida en ese momento, tomó su loción de cuerpo, caminó luego hacia el armario y sacó unas braguitas negras de encaje, de esas que les llaman cacheteros y que tanto me gustan. Se las puso aún con la toalla puesta. Tomó la loción, dejó caer en su mano un puñado, y acto seguido colocó una pierna sobre la cama y empezó aplicar la loción en ella con gran delicadeza y sensualidad. La toalla que tenía como quien se calza un vestido dejaba entrever tanto…  Y yo, que estaba ya sentado en el borde de la cama frente a tanta belleza pensaba en lo grandioso que era estar vivo aquella noche y con ella.

(imagen tomada de google)


The meeting of my dreams

 

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El viaje a la isla y la reunión con nuestro representante local parecer ser, si así se le puede decir, un hito para mi carrera en la empresa para la cual soy traductor. Lo sea o no poco me importa, antes de que partiera ese avión ya sentía ganas de mandar a todos al corno, especialmente a mi jefe filipino.

Siento que he roto la secuencia y no me gusta la idea de volver al mismo tedio, a las mil cuatrocientas hojas por traducir para el nuevo cliente, que aunque no vaya a elegirnos al final se da el lujo de exigir una rápida entrega del borrador, sin dejar a un lado claro, la revisión final para pasado mañana de aquel otro cliente, el que si nos elige y al que por consiguiente no se puede dejar mal. Soy además soy el único traductor para toda la región que cubre nuestra oficina, mi compañero renunció, contratarán a otro y lo más seguro es que gane el doble de lo que yo gano.

A pesar de que la experiencia que he obtenido en esta editorial ha sido de gran valor para mi carrera de traductor, lo cierto es que ha ido en detrimento de mi calidad de vida; rara vez escribo o leo poesía, y si lo hago lo único que hago es pensar en si no debería estar haciendo alguna otra cosa, ya que nunca tengo tiempo para nada. Si sigo así por lo visto lo más seguro es que me quede realmente solo.

No sé si mi trabajo sea importante o no, pero es una parte crucial en el negocio. No lo voy a negar, el gerente de cuentas es quién conoce las necesidades del cliente y es el que está dispuesto de ser necesario a tomarse unos tragos con él, pero soy yo el que hace la carpintería y a quién las preguntas técnicas son dirigidas,  por lo que en un mundo ideal tal vez sería la pieza más importante y se me debería pagar de acuerdo al rol que juego.

Pero volviendo a poner los pies sobre la tierra, es absurdo querer ser reconocido por todos, como se le reconoce a un rockstar apenas sale a la esquina. Ser reconocido por el jefe directo de uno ya es difícil y plantea jornadas de mucha desdicha, por cuanto la apreciación una persona puede depender de tantas variables como la temperatura del café que se toma por la mañana, la frecuencia en la tiene relaciones sexuales, la cantidad de alcohol que dejó la juerga de la noche anterior en su sangre etc. Así pues, desear el reconocimiento del grupo de personas que están en la esquina, o de los empleados del piso de arriba que se juzgan más importantes que uno es una empresa más allá de lo absurdo.

Pero nunca olvidaré lo graciosa que fue la reunión con mi jefe filipino, ha sido muy empático al hacerlo antes de que me fuera. Me dijo una serie de estupideces que tal vez en su idioma natal puedan sonar congruentes, pero para mi no llegó a ser más basura: que podía llegar a ganar hasta cinco veces mi salario en incentivos pero que no me aumentaría el precio por mis horas de trabajo. Cinco veces el salario claro asumiendo que la facturación de este año estuviera por encima de una frase igualmente absurda. Todo esto, reitero, antes de la importantísima reunión que no pude echar a perder por culpa de mi estúpida ética Kantiana.


The Art of Revisiting

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Una vida que no se cuestiona no merece ser vivida.”

Sócrates

“Uno vuelve siempre a los

viejos sitios en que amó la vida,

y entonces comprende cómo están

de ausentes las cosas queridas.

Armando Tejada Gómez, Canción de las Simples Cosas

Me pasa algo curioso con las novelas y los cuentos largos: siempre olvido en qué parte de la lectura he quedado. Cuando esto ocurre, lo normal es que vuelva al principio de la página, si recuerdo en cuál he quedado, de lo contrario regreso dos o tres páginas atrás, o al principio del capítulo; pero si ha pasado suficiente tiempo como para que no recuerde ni siquiera en qué capitulo estaba, entonces empiezo a leerlo todo desde el principio, para no perderme de nada.

Puede ser un poco aburrido volver a leer lo mismo, pero lo bueno es que siempre me sobrevienen conclusiones nuevas, o descubro formas diferentes de ver las cosas, o surge en mi alguna idea interesante sobre la cual ponderar en mis ratos de ocio.

Con el paso del tiempo me ha ido interesando cada vez más el rastro que voy dejando en este fugaz y agridulce viaje. Siento que he adquirido un gusto por analizar cada momento, cada situación, cada persona.

Justo el otro día analizaba un interesante pasaje: mi juventud. Pocas son las cosas de las que me arrepiento (mi urgencia de vivir era más fuerte que cualquier deber), pero creo que de haber estado más familiarizado con los escritos de los grandes pensadores (como Sócrates, Goethe, Kant, Sartre, o Camus) hubiera tal vez cometido menos errores, puesto que con la luz de la sabiduría de los que ya pasado por el sendero este puede tornase menos oscuro. O tal vez los hubiera cometido igual pero conscientemente, al menos.

Siento que he cambiado tanto, como si hubiera vivido mil vidas en una sola. Ante el miedo de convertirme en algo que no me gustaría ser, trato de convencerme diciéndome que en nada he cambiado, que soy en esencia el mismo chiquillo que sólo pensaba en jugar al sol con sus primos. Pero entonces aparece Sartre y me quedo muy dubitativo: L’homme n’est rien d ‘autre que ce qu’il se fait (El hombre no es otra cosa que lo que hace de si).

En el poco tiempo que he estado expuesto a la poesía y la literatura he llegado a la conclusión de que hay algo en su subjetividad, un lenguaje universal tal vez que de alguna manera se escapa a la palabra hablada en la que solemos comunicarnos. Pienso que hay que adecuarse a él para entenderlo, que es a través de ese lenguaje es que es posible comunicar las cosas que uno siente y no puede poner en palabras comunes, porque nada comunica lo que la subjetividad de un poema, la de una fotografía o la de un cuadro. Mi exposición a este lenguaje y la experiencia adquirida a causa de los reveses del viaje me hacen comprender cada día más cosas de las que no tenía antes ni idea, o que simplemente no podía entender.

He logrado tomar en consideración posibles nuevos significados de poemas, he visto detalles de historias leídas con anterioridad y que había pasado por alto, he visto complejos mensajes en filmes que antes me parecían ser tan sencillos (y viceversa), en fin, todo a raíz de los diferentes puntos de vista que he ido desarrollando con el tiempo. Por eso siempre vuelvo a los viejos poetas, a los viejos títulos cinematográficos, a las viejas canciones que ya no están de moda, porque alguno puede aportar algo nuevo si se lo mira de una manera diferente.

Hay tantos libros en las librerías, tantos títulos nuevos que la gente compra y lee con voracidad. Parece que se han olvidado de los viejos, a pesar de que tienen tanto que decir todavía.


Lo efímero y lo eterno

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“Un minuto en el palacio del sol

deja en los cuerpos y en las almas

años de fuego, niña mía.”

Rubén Darío, El palacio del Sol

Si bien mis gastos se basan principalmente en comida y libros, es muy común que compre alguna que otra cosa por puro capricho. Es casi inevitable que durante esos deslices me invada la idea de que en algún punto voy a tener que reemplazar lo que estoy comprando, ya sea porque sé que en un futuro habrá alguno con mejores características (esto en referencia a los artículos electrónicos), porque eventualmente va a dejar de estar a la moda, o simplemente porque sé que dejará de funcionar como todas las cosas que uno compra.

Siento la misma sensación al término de un filme, o de la lectura de algún libro con el cual me haya encariñado, o a causa del cambio en alguna rutina (suelo acostumbrarme tan rápido a algunas, aunque sea una de esas que se lleva por un par de días).

Al despedirme de Lorena quedo siempre muy pensativo y melancólico. En ocasiones ella me pregunta si quiero estar con ella para siempre. Yo respondo que sí. Después de un brevísimo beso ella se marcha; yo espero a que ella cierre la puerta y entre a su departamento para luego emprender la caminata de vuelta al mío. El tiempo nunca es justo con los amantes.

En mi soledad siempre dudo del para siempre, porque no sé cuánto es para siempre. ¿Cómo se puede tener idea de lo que significa si el periodo de tiempo que comprende una vida no es ni siquiera una infinitésima parte de lo que constituye una eternidad?

La vida se mueve tan rápido, el llegar a un punto hace ya necesario pensar cuál va a ser el siguiente. Nada es definitivo, tal vez la muerte, pero ni de ello hay certeza.

Enfrento a la incertidumbre que me causa el no tener una respuesta al sentido de la existencia de la misma manera que enfrento al sinsabor que me produce el terminar de leer un buen cuento, o un poema corto: evocando la idea de que lo efímero no quita lo valioso.


¿Se puede vivir sin pensar?

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Es tan fácil dejar de pensar. Tomar el metro bus, escuchar en el noticiero el debate sobre el reciente escándalo en el gobierno. Hacerse a la idea que los nietos de los nietos ya estarán endeudados al nacer, apretar el puño, intentar sonreír. Llegar a la oficina, tomarse un café. Reír al son de la frívola charla del desayuno para olvidar que está por empezar la jornada.

Presentarse a la reunión matutina, escuchar el español entrecortado del jefe filipino con suprema atención para no dejar escapar nada. Y sonreír al responsable de la evaluación anual.

Participar de la reunión de ventas, escuchar quejas sobre la meta de fin de mes y sobre las metas de medio año. Enterarse del cliente insatisfecho por tiempo de entrega, se precisa entonces un cambio de oferta actual a libros ya existentes en inventario ASAP.

Servirse un poco más de café, llegar cinco minutos antes a la reunión semanal con una de las editoras, y novedad: más clientes insatisfechos. Comprometerse a atender la queja de cada uno, apuntar en la minuta que se está a cargo de ello y la fecha estimada en la que obtendrán su respuesta.

Hora de almuerzo, seguido de un breve lavado del plato. Sentarse, apoyar un brazo en el escritorio, cerrar los ojos (aquí es donde la teoría de la relatividad toma protagonismo: el tiempo pasa con tal rapidez que una hora termina por convertirse en cinco minutos, o incluso menos). Despertarse, responder correos, seguir traduciendo lo que no se terminó el día anterior.

Tomar el metro, ir a casa. Ver cuánta destreza tienen los demás pasajeros en el candy crush. Decidir que es mejor no leer el libro de poesía porque es incómodo hacerlo mientras se está en el metro.

Llegar a casa, comer bajo la psicosis post-tráfico, escuchar Frank Sinatra con poca disposición, casi para llenar un vacío. Sentir nostalgia del infinito de posibilidades de vivir la vida, de la sensación de inmortalidad que se sentía hace quince, veinte años, en la infancia. Dormir eventualmente, dejar de existir por seis horas.

Darse cuenta de cuánta razón tenía Cortázar cuando escribió que se podía vivir sin pensar.


Entre las cosas más bellas…

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La melancolía…

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